Euskaldunen erresuma



I

Siendo la violencia constitutiva de la política, de la guerra y del derecho en general, tanto más se extiende y agudiza en cuanto base política del nacionalismo imperialista. El nacionalismo imperialista produce la guerra, se implanta por la violencia. Sin «los cañones, parte muy importante de la constitución», su dominación no es nada. El nacionalismo imperialista se construye sobre legiones de víctimas y ríos de sangre, por la violencia ilimitada, la destrucción, la represión, la prisión y la deportación de poblaciones, el terrorismo, la negación y ruina de los derechos humanos como base política de la explotación, pillaje, aculturación y liquidación de pueblos y civilizaciones. Los crímenes contra la humanidad, contra la paz y contra las mismas leyes de la guerra son su substancia misma. Estos han sido y siguen siendo el origen, fundamento, desarrollo y consecuencias, efectivos y necesarios, del sistema nacionalista-imperialista de dominación.

Toda realidad política, como su especie jurídica, consiste en la determinación social de la violencia, toda historia política en su evolución. Una y otra se insertan en la relación general de fuerzas y su expresión estratégica, dentro de la totalidad histórica y social que las concreta. Todo grupo social se realiza como agente en esta dimensión o sufre un proceso ineludible de liquidación generalizada. Los pueblos que pierden su libertad y agotan su fuerza vital en la sumisión no tienen sitio en la historia.

El conflicto «entre el nacionalismo ofensivo de la nación que oprime y el nacionalismo defensivo de la nación oprimida» sólo tiene dos salidas posibles. La decisión depende de la relación de fuerzas sociológicas, económicas, políticas e ideológicas. Por un lado, la solución que el nacionalismo imperialista persigue por todos los medios, la sumisión-liquidación total de los pueblos y los estados que han tenido la desgracia de caer en sus garras. Por otro, la única solución democrática: la puesta en práctica, sin trampas ni falsificaciones, del derecho inherente y fundamental de libertad, libre disposición o autodeterminación de los pueblos, «primero de los derechos humanos y condición previa de todos los demás», y del derecho consiguiente de independencia, integridad, paz y seguridad que asiste a los estados libremente constituidos sobre el mismo derecho de libertad de los pueblos. Es ésta la base del llamado derecho internacional, incesantemente enunciada y repetida por las Naciones Unidas. Sin que la multiplicación y profusión de declaraciones, resoluciones, decisiones y convenciones, sincera o hipócritamente reiterativas, hayan logrado efectivamente la represión y erradicación de la peste imperialista, vergüenza del mundo «civilizado» y primera fuente de conflictos y amenazas para la paz y la libertad de la humanidad. Sin la libertad de los pueblos y la independencia y seguridad de los estados, la paz mundial, los derechos humanos y la democracia sólo son palabras en la panoplia ideológica de mistificación nacionalista puesta al día por el nacionalismo, el totalitarismo y el imperialismo modernos.



II

«Desde su aparición en la historia, una intratable independencia fue el signo distintivo de los vascos. Roma no los sometió nunca por completo, los visigodos tampoco, los musulmanes todavía menos». Desbordado el Ducado de Basconia, y después de infligir al «imperio universal» de la época su mayor derrota, «los vascos, una vez más, mostraron que se bastaban a sí mismos y, al fin del siglo IX o a principios del X como muy tarde, se encontraron también sólidamente constituidos en reino». «Los vascos de los Pirineos centrales, a los que se llamaba navarros, vivían por su lado en sus valles. También ellos se constituyeron finalmente en un reino, que aparece claramente hacia el año 900.»

El despotismo y el absolutismo, las ambiciones y concepciones de los pontífices medievales y de sus reyes predilectos, chocaban frontalmente con los fundamentos del derecho "pirenaico". La confederación de repúblicas, condados o señoríos vascónicos constituida en torno al Reino de Pamplona, el «Reino de los vascos», sufrió su primera gran ocupación de guerra y consiguiente desmembración, eclesiásticamente inducidas, apoyadas y legitimadas, a partir de 1199. Desde 1512, según los apologistas de la conquista, «los españoles invadieron, subyugaron, confiscaron y conservaron el Reino de Nabarra», «España, reguladora del orbe, obtuvo a Nabarra por derecho de gentes, divino y humano». Reconocían así, de paso, la entidad del Reino de Nabarra como distinto de los reinos españoles. El Reino de Nabarra fue "publicado, confiscado y donado" por el Papa en favor de "quienes lo cogieron o lo cogiesen, como obtenido en justísima y santísima guerra" o de quienes "de cualquier otro modo lo arrebataron o arrebatasen". "Queremos, estatuimos y decidimos que sean hechos esclavos" "los que resistiesen otros tres días a esta sentencia de excomunion" en los territorios vascónicos. El usurpador se proclamó titular "de los reinos de Aragón y de Navarra y de las dos Sicilias, de Jerusalen, etc.". «Redonado» después por él, el Reino de Navarra fue agregado a «estos reinos de Castilla, León, Granada, etc.». La transferencia fue rápidamente convalidada por el Santo Padre. El Reino de Nabarra no fue nunca donado, incorporado ni reunido al Reino de Aragón ni al Reino de Castilla, como no lo habían sido los territorios periféricos, ni se habló para nada de reino unido. El «derecho de conquista», implicación del derecho de "guerra justa" según las "leyes divinas y humanas" del mundo cristiano, había sido aducido por el imperialismo español contra estados cristianos, musulmanes o paganos de todo el mundo. Siguió siendo invocado, en versiones y contextos ideológico-políticos diferentes, contra la Unión de Utrecht, contra los «reinos de Aragón, etc.» o contra el «Gobierno de hecho de Euzkadi». La Nabarra de ultrapuertos fué «dejada» por los españoles en 1527-30. El «sedicente Rey de Nabarra» del diploma papal devenía después también Rey de Francia. En 1620 el propio Rey de Nabarra, con el ejército francés de ocupación en Biarne, emitía el Edicto que, infringiendo y traicionando las leyes y los derechos constitucionales del Reino, proclamaba el Reino unido «de France et de Navarre». No hubo «reunión de la Baja Nabarra al Reino de Francia» ni «reunión de Francia y de Baja Nabarra». A partir de 1789 la Revolución conservaba, continuaba y completaba la obra del Antiguo Régimen, tenía por nulas o anulaba las instituciones nacionales y estatales en los territorios ocupados. Liquidación apoyada en nuevos títulos de «legitimidad», surgidos de las manipulaciones y falsificaciones ideológicas características del totalitarismo- imperialismo moderno. La Constitución de 1791 suprimía también el molesto título tradicional de «Roy de France et de Navarre», inaugurando el populista y nacionalista «Roy des Francais». Tras la «República Francesa» de 1792, Bonaparte adaptaba y adoptaba, en la Constitución de 1804, el republicano título de «Empereur des Français». La Restauración legitimista de 1814 restauraba, entre otras cosas, el título de «Roy de France et de Navarre». En 1830, la monarquía «liberal» anulaba de nuevo la distinción, recuperando el título de «Roy des Français». Trescientos años largos de tomadas y dejadas, de onomásticas decisiones, indecisiones, vacilaciones y rectificaciones habían mostrado cumplidamente, cuando menos, que los políticos e ideólogos de los «grandes» imperios no lo tenían nada claro en lo concerniente a la identidad nacional y política de Nabarra. A través del agitado período 1795-1841, los gobiernos españoles, admiradores e imitadores del modelo francés y de sus nuevos principios ideológicos, tenían por nulas o anulaban las instituciones nacionales y estatales del pueblo vasco sin otra forma de proceso. (Tras la anexión del ocupado País de Gales (1536-43), Inglaterra pudo o intentó dar apariencia de legalidad histórica y democrática al «Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda», valiéndose de la ocupación militar y la colonización para obtener el «asentimiento parlamentario» de Escocia e Irlanda (1707, 1800). Pero ni en plena ocupación pudieron ni entendieron los nacionalistas españoles y franceses seguir un procedimiento semejante contra las instituciones legales, nacionales y democráticas del Pueblo vasco).

Tres guerras más fueron necesarias para consolidar la ocupación militar hasta llegar a la actual situación. Palabras como guerra, conquista, represión o terrorismo dan pobre idea de los horrores de la agresión y la ocupación imperialistas. Los crímenes de antes, como los crímenes de ahora, siguen impunes y vigentes. No son historia pasada, sin continuidad en las presentes relaciones sociales. Bien al contrario, con ellos y por ellos se han establecido, están constituídas, se mantienen la infraestructura y la supraestructura del actual régimen de ocupación. No puede afirmarse éste sin reivindicar los crímenes que lo han construído y mantenido. No puede condenarse éstos sin renunciar a la dominación política, económica e ideológica que constituyen. Cualesquiera que sean sus ejecutores, no caben prescripción, perdón ni olvido para los crímenes contra la Humanidad, contra los derechos fundamentales del ser humano, cuya prevención, determinación, declaración y sanción son exigencia ineludible de la ley internacional, que el imperialismo conculca por su misma existencia.

La actual situación del pueblo vasco en los territorios ocupados es el resultado de un largo proceso histórico de resistencia al imperialismo a través de sucesivas constelaciones estratégicas, y de su reducción paulatina. Guerra y ocupación militar, destrucción, incendio, bombardeo y pillaje, desmembramiento y anexión, represión y terrorismo de masa, prisión, tortura y ejecución de la oposición democrática, concentración del poder, determinación imperialista de la estructura internacional de clase, organización de una economía política de transferencia y dependencia, de expoliación y subdesarrollo, segregación, colonización y deportación de poblaciones como arma absoluta de implantación imperialista, discriminación racial, lingüística y cultural inherente a la dominación nacionalista, represión generalizada de la personalidad y el proceso diferencial evolutivo, resolución entropista de las contradicciones sociales, hipertrofia del burocratismo gubernamental y de la reglamentación autoritaria, sumisión de la cultura, la ciencia, el arte, la comunicación y la información a la propaganda y la guerra psicológica, «tales son los procedimientos idílicos» que han establecido y consolidado el sistema vigente, al servicio de una empresa deliberada y permanente de genocidio total. Pero el Estado constituido histórica y jurídicamente en torno a la Corona de Pamplona sigue siendo el único Estado del pueblo vasco, que jamás ha aceptado ni reconocido ningún otro.



III

En la "emergencia del mundo occidental", en su desarrollo y ulteriores transformaciones, el bloqueo de las nuevas formas de producción-asociación por el sistema totalitario ha sido el factor más constantemente retardatario de la historia europea. La libertad es fuerza productiva y estructura social. La libertad nacional es el primero de los derechos humanos y la condición de todos los demás. El imperialismo es especie del totalitarismo.

Los caracteres estructurales que han hecho del totalitarismo una detestable forma de producción-asociación son hoy, más que nunca, la clave de dificultades, insuficiencias y contradicciones que la fuga hacia adelante y el camuflaje ideológico - inherentes al sistema - no pueden sino desplazar y agravar.

Desde finales de la Edad Media, las estructuras sociales española y francesa han evolucionado en sentido totalitario, del despotismo agropecuario a los más recientes modelos de integración totalitaria. La adopción del nuevo sistema de producción-asociación, la recepción local de la masa de innovación tecnológica realizada y acumulada en las áreas de organización democrática han sido tan inevitables como parciales y tardías, porque subordinadas a las condiciones y objetivos del régimen establecido.

El totalitarismo español en su conjunto evolucionó tardía y laboriosamente hacia el modelo francés. El primero presentó durante largo tiempo un carácter inacabado, debido al vigor de los movimientos populares de oposición, de donde permanencia de bolsas de resistencia económicas, ideológicas y políticas, guerras insurreccionales sucesivas, limitación y división de poderes. El segundo venía dotado de una perfección clásica por el prototipo histórico de totalitarismo moderno, la dictadura terrorista de los comités del «Nuevo Régimen», integrada y desarrollada en bonapartismo y burocratismo. Lo que implicaba sumisión generalizada de toda oposición, monopolio de la violencia, concentración del poder, absorción administrativa uniforme del conjunto de la vida social, confiscación y utilización sistemáticas de los medios modernos de condicionamiento ideológico y de camuflaje de la propia naturaleza del orden político.

La Revolución francesa abrió la larga y accidentada continuación-sucesión del feudalismo y el absolutismo del «Antiguo Régimen». En España, donde «casi no hubo feudalismo», y donde la revolución-invasión francesa fue el factor desestabilizador efectivo, se abrió así la crisis del despotismo asiático. En ambos casos el resultado, propio de los países de subdesarrollo político fue la homologación con los estados democráticos históricamente constituidos, sino la constitución del ejercito en clase política real y la construcción de regímenes militares y burocrático-administrativos característicos del totalitarismo moderno, con o sin coberturas formales. El interminable cortejo de guerras, dictaduras, imperios, restauraciones, repúblicas, revoluciones derrotadas y contrarrevoluciones triunfantes que siguió no hizo sino desarrollar y consolidar ese poder, con el fascismo contemporáneo como resultado acabado. El sentido de la democracia, del poder y de la libertad reales desapareció, sustituido por el vacío y el irracionalismo peculiares de los modernos despotismos, «consenso, asambleas constituyentes y constituciones formales, elecciones, bipartidismo y alternancia» a la española.



IV

La evolución política en la España de la postguerra tuvo por fundamento profundas modificaciones en las estructuras conflictivas del sistema social, el desplazamiento constante de la relación de fuerzas en favor de los detentadores del poder, la regresión, sumisión o liquidación de la oposición, el reconocimiento y homologación por las grandes potencias, antes divididas y finalmente reunidas en su interés por estabilizar, consolidar y «legitimar» los logros históricos del fascismo internacional. El mundo entero respaldaba una operación que la realidad, o la irrealidad, de la oposición española presentaban como la única posible y deseable. El campo quedaba libre para las grandes maniobras de adaptación y consolidación de la dictadura militar.

El régimen del general Franco realizaba así su «transición democrática». Un solo partido de oposición, portador de la crítica, la denuncia y la exigencia democráticas, habría bastado entonces para poner en evidencia la falacia y la verdadera naturaleza de la operación, haciéndola abortar y ofreciendo la condición primera para convertir la crisis del franquismo en revolución democrática. Pero tal partido no existía. Los restos de la clandestinidad y del exilio, abandonados por sus antiguos aliados, vaciados de su base original, renovados y encuadrados por sucesivas aportaciones y transfusiones del partido del Movimiento, dieron su reconocimiento simple y cualificado al régimen que los había vencido, y que no podían ya rechazar ni modificar en su substancia, un sistema cuya adaptación había llegado a ser tan posible como necesaria. Falange Española cumplía su misión histórica en lo universal colonizando los burocráticos restos del PsoE, PcE y republicanos, aterrados por sombrías anticipaciones de soledad y aislamiento, juraban precipitadamente fidelidad sin reservas a la monarquía pretoriana. «Ya no quedan rojos, todos se han pasado a los nacionales». Obtenían, a cambio, rehabilitación, reconocimiento y gratificante reinserción en los organismos auxiliares de gestión, propaganda y recuperación del «nuevo» régimen, tanto más necesarios en cuanto que de los malditos «rojo-separatistas» todavía quedaban los malditos «separatistas». Tras el partido único oficial, el tradicional «bi-partidismo» y las «elecciones» a la española restauraban la «alternancia» en el acceso a la gestión y los beneficios administrativos, ensanchando así la clientela y la base sociales de la nueva Constitución formal y la constitución real de siempre.

La oposición española, tan discreta como ineficaz frente al poder franquista, había resultado sumamente eficiente en la infiltración, neutralización, recuperación, división y perversión de las fuerzas de resistencia democráticas al nacionalismo imperialista. Como en otros sistemas totalitarios, la opresión nacional era y sigue siendo el punto más débil del dispositivo estratégico de dominación. La «oposición» española ha preferido una vez más la «reconciliación nacional» con el fascismo a la democracia consecuente y la pérdida del imperio. El resultado buscado, aceptado o asumido es el triunfo del general Franco y sus cómplices.

Todo ello venía atado y garantizado por la conservación de los fundamentos del régimen político bajo las innovaciones formales y, ante todo, del monopolio de la violencia, establecido como resultado de la guerra y, nunca puesto en cuestión desde entonces. Se hacían posibles, de este modo, la adaptación a las nuevas condiciones generales, la incorporación de las nuevas técnicas de represión, condicionamiento e integración, la superación de los métodos propios de las grandes crisis sociales, bélicas o revolucionarias, ausentes de largo tiempo en el conjunto occidental.

El régimen del general Franco, así al fin rehabilitado, legitimado, confirmado, reconocido y consolidado, logró su triunfo definitivo y realizó su «transición a la democracia» sin tocar siquiera fundamento alguno de su estructura de clase ni de su clase política real, fuerzas armadas, burocracia, servicios administrativos, milagrosamente convertidos a la «democracia» de la noche a la mañana. Se convirtió así en modelo envidiado, siempre imitado pero nunca igualado, de todas las dictaduras del mundo, y en parangón, inspiración y referencia de la nueva Europa.



V

El nacionalismo imperialista es efecto del régimen interno del país dominante. Es también causa concomitante de su subdesarrollo político: «Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre». Es el precio a pagar por la gloria y la grandeza de los «imperios universales», por residuales que sean. Al margen de toda consideración de orden moral, fuera de lugar a la vista del material humano con que se practica, puede pensarse que, a partir de un nivel discernible de capacitación económica, política y cultural, sería más útil, barato, productivo, rentable, gratificante e interesante para la comunidad nacional-imperialista dedicar recursos y esfuerzos a su propio desarrollo, inseparable de la democratización real interna y externa, que amargarse, si no arruinarse, la existencia negando y destruyendo la del prójimo. No queda hoy, sin embargo, teórico o ideólogo lo suficientemente iluso como para tratar de persuadir de ello a los protagonistas de los principales e incesantes conflictos que amenazan y deshacen la paz y la libertad de la «comunidad» internacional. Intentarlo sería tanto como ignorar la dimensión primaria, instintiva, arcaica e irracional, pero históricamente consolidada, de las grandes empresas de depredación internacional, que el «estadio supremo del capitalismo» no ha hecho sino agudizar, potenciar y poner en evidencia. Si suecos o anglosajones pueden, por prudencia, sentido o cálculo políticos, abandonar territorios que obtuvieron o guardaron por la violencia, pero que superan su capacidad de gestión, ingestión y digestión, franceses y españoles son radicalmente incapaces de ello, mientras no han agotado hasta el último extremo los recursos de violencia de que disponen. Su incapacidad para aceptar el derecho de todos los pueblos a la libertad, sus incesantes guerras de conquista, exterminio o depredación los han condenado a ellos mismos, aparentemente con gusto, a también incesantes formas despóticas, absolutistas, asiáticas, militares o burocrático- administrativas de gobierno.

Si despotismo oriental, feudalismo o absolutismo no excluyeron compromisos políticos de que fueron exponente los regímenes forales, toda división fundamental constitutiva y efectiva de poder es incompatible con los modernos sistemas totalitarios. El fascismo es hoy la forma acabada, necesaria e inevitable del nacionalismo imperialista, porque la subyugación y la liquidación de los pueblos, que se pretenden totales y finales, no pueden ya lograrse sin el recurso a las formas totalitarias más perfeccionadas de represión y condicionamiento ideológico de masas.



(Continuará).

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